Don Escucho y Don Oigo

Función de las orejas: escuchar
O elogio a la normalidad...
Don Escucho era un hombre básicamente normal desde sus orígenes, tenía unos hijos normales, una mujer normal, un coche utilitario y una casa discreta pero cómoda. Como muchas otras personas, Don Escucho ejercía una profesión que le llenaba y entretenía, en el desarrollo de la misma se encontraba bastante cómodo y satisfecho porque técnicamente la controlaba y porque era muy consciente de que no todo el mundo tenía la suerte de encontrar una vocación y dedicarse a ella. En muchas ocasiones a lo largo de su vida encontró otros profesionales de su sector con unos conocimientos muchos más profundos que los suyos pero tuvo la gran fortuna de poder rodearse de ellos y poco a poco, fruto de la atención prestada, lo mejor de cada uno se le fue pegando y se convirtió en un eficiente y preparado trabajador, aunque él nunca llegó a estar convencido de ello , se sentía bien. En el camino, fue encontrando amigos de lo más diversos que le querían tanto como él a ellos, la heterogeneidad de su entorno trajo largas e inolvidables veladas con debates tan intensos como moderados que dotaron a Don Escucho de una curiosidad sin límites, al final de sus días había adquirido un espíritu casi renacentista que él nunca fue consciente de tener. Lo malo es que por el camino se quedaron las certezas absolutas y todos aquellos que un día le acompañaron pero que nunca se libraron de ellas. Su mujer y él siguieron caminando entre incertidumbres y pequeñas pero intensas alegrías cada vez que alcanzaban sus sencillas metas volantes y emprendían nuevos e interesantes retos vitales e intelectuales. Sus hijos también crecían y se formaban, aunque al principio deambulaban entre notas mediocres y no brillaban ni en ciencias ni en deportes, Don Escucho no tuvo que darles muchos consejos, cosa habitual por cierto, siempre pensó que no era nadie para aconsejar nada salvo que se lo solicitarán abiertamente. Los chicos eran muy atentos, respetuosos y observadores, así descubrieron pronto sus virtudes y defectos y pudieron potenciar sus aptitudes y descartar sus limitaciones, a la edad adulta ya habían conseguido ser personas normales. La familia de Don Escucho, evolucionó siempre, nunca se estancó, cambió de opinión cientos de veces, retrocedió otros cientos y entre giros, dudas, cariño, argumentos y mucha atención al entorno encontró una plenitud muy inusual. Nunca lo supieron, pero su normalidad siempre les hizo ser muy poco comunes.
Don Oigo por su lado era un fulano excelso en todo lo que hacía, o por lo menos, eso es lo él pensaba, su esposa era inigualable, sus hijos brillantes y de sus coches y casas mejor no hablar porque ya lo hacía él. Siempre fue un hombre con don de gentes, él así lo creía, en su entorno laboral sentaba cátedra, siempre prefirió rodearse de compañeros que él consideraba inferiores para evitar posibles atropellos. En el ámbito personal se explayaba en grandes y virulentos soliloquios que sólo interrumpía para pensar en sus próximas palabras, ese era el momento que aprovechaban los demás para matizar, pero él nunca lo supo. Poco a poco sus virtudes se fueron difuminando entre nubes de soberbia. Un día su esposa le dijo que tenían que hablar pero fue él quien habló y su matrimonio se terminó. Paulatinamente, sus amigos más interesantes se fueron alejando, no pudieron aguantar más el "Tú lo que tienes que hacer es..." que solía introducir alguna de sus grandilocuentes recomendaciones que nadie pedía. ¿Hay algo más tóxico que esas palabras? Sus vástagos también le abandonaron, hastiados del "Tú padre sabe lo que dice" y sobre todo hartos de ser unos desconocidos para él, nunca llegó a saber el nombre de sus novias a pesar de habérselos dicho. Don Oigo, por fin,  se quedó sólo, feliz por haberse librado de todo aquél lastre que le impedía desarrollarse y convencido de que los grandes siempre son unos incomprendidos. Se comenta que tiempo después se encontró con Don Escucho, en tiempos habían sido compañeros de pupitre, este le intentó explicar que su familia había quedado en una situación ruinosa por no haber seguido las propuestas de su asesor financiero,  él no las recordaba, sólo respondió "Tú lo que tienes que hacer es lo que he hecho yo". De Don Oigo, nunca más se supo y esta historia no tiene moraleja porque cada uno que la lea, oiga o escuche sacará la suya propia.

Últimamente suelo tener un sueño recurrente e irreal en el que sólo hay individuos que defienden sus ideas sin alzar la voz y que escuchan con atención las de los demás.
Hace tiempo me percaté de que cuando hablas un idioma extranjero, tus capacidades de expresión mejoran notablemente si el interlocutor es nativo, contrariamente, cuando mantienes una conversación, por ejemplo en Inglés, con una persona de marcado acento bielorruso, el tuyo propio se ve afectado y no consigues la fluidez habitual. Esta constatación me sugirió nuevos interrogantes, me pregunté si nuestra propia capacidad de elocución está en todos los casos relacionada con la actitud del auditorio al que nos dirigimos y también si nuestra capacidad de respuesta y argumentación se ve afectada por el tratamiento previo que le han dado los demás a un asunto. Desde entonces estoy atenazado por un complejo de semiólogo frustrado que está derivando en una fobia incontrolable a la cacofonía y voy de mal en peor, pero estoy casi seguro de que esto funciona así, todos somos Don Escucho y Don Oigo en alguna ocasión. La verborragia es altamente contagiosa cuando nos encontramos entre contertulios boceras y aconsejadores profesionales, aún aspirando a convertirme en Don Escucho a menudo me descubro exponiendo ideas a voz en grito con las que ni siquiera me identifico.
Ojalá Mubarak, Ben Ali y otros tantos de sus congéneres fueran como este ficticio héroe normal, si cuando tocaba se hubiesen tomado un tiempo para escuchar a sus gentes, hoy otro gallo nos cantaría. A mi me importa muy poco lo que les pase a estos ególatras dictadores u otros monarcas absolutistas, lo que me desvela es lo que les pueda ocurrir a estos desvalidos pueblos, esperemos que puedan conseguir la anhelada y para ellos utópica democracia pero no sé por qué me temo que les/nos espera un futuro algo más incierto. Confío en que algún presidente, ministro, empresario, banquero, jefazo, hermano, tío, abuelo o amigo pueda dedicar algún tiempo a esta fábula, yo se la leeré a mis hijos y por lo menos tengo por seguro que se dormirán. ¿Y quién no?

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